
En el siglo pasado, cuando la mayoría firmaba sus cartas de amor con un “te amo”, yo solía firmarlas con un hipopótamo que se llamaba Hermenegildo. Sí. Así tal cual: lo dibujaba al final de mis pastorales románticas para profesar mi amor desbordado. Tristemente mi hipopótamo era escasamente correspondido o entendido, cosa que complicaba mis pseudorelaciones. Lo que seguramente muchos nunca supieron es que Hermenegildo era mi máxima expresión de amor ya que fue un hipopótamo que conocí cuando era pequeña en un cuento de hadas y lo adopté. Dormía debajo de mi cama y me cuidó durante muchos años hasta que él se fue a vivir a la Luna a medida que yo crecí y mi imaginación decreció. Sin embargo, cuando “desmaduré”, Hermenegildo y yo nos volvimos a encontrar y con todo su enorme ser me recordó que el amor tiene mil formas de expresarse. - Cata Cayón